Casi todas las mujeres que trabajan en ambientes masculinos saben que cada movimiento en falso es un error que pagarán. Saben también que deben responder a todo lo que se espera de ellas como profesionales pero además deben responder “a la manera en que lo harían las mujeres”. No puedes ser, por desgracia un hombre entre hombres, tienes que ser una mujer sí o sí. Era así en los ochenta, y por desgracia lo es hoy.
Margaret Thatcher sabía de qué hablamos. Es algo que se nota en la elección de sus zapatos. Sencillos, femeninos, no demasiado llamativos, no demasiado discretos. Un tacón medio, y gordo. Algo femenino, y algo práctico. Los hombres no esperan, si hay que correr, a la damisela que llega tarde, por muy de acero que sea. No vamos a dar la lata sobre el carácter feminista de Margaret Thatcher. No, no lo vamos a hacer porque sería una mentira como un templo.
Puede ser acusada de muchas cosas. Pero nunca de feminista. A pesar de ser la primera mujer en ostentar un puesto tan alto en un país occidental y democrático. A pesar de ser la cabeza de su partido durante años y dirigir a hombres, y dirigirse a hombres. Ella ni fue feminista ni tuvo reparos en renegar del movimiento: “¿Qué han hecho ellas los movimientos de la liberación por mí?”, “Algunas mujeres nos habíamos liberado antes de que a ellas se les hubiera ocurrido pensar en ello”. Su colega Reagan resumió está cuestión identitaria para imbéciles con la frase: “Margaret Thatcher es el mejor hombre de Europa”. Una manera de cerrar la boca a aquellos que en cada reunión de los gabinetes ministeriales soltaban chistes del palo de: “¿Qué hay de cierto en que el Primer Ministro es una mujer?».
Con todo en sus diez años de mandato tuvo como dijimos en el anterior artículo, pocos momentos de pestañeo y quizá menos de ruptura de su impasibilidad. Atisbos de debilidad podemos encontrar uno, cuando su hijo Mark se perdió en el desierto y el titular casi rezaba “mujer sin corazón llora en público”. Sin embargo, desde que llegara el poder del partido tory sus zapatos de tacón medio tenían una china clavada a muerte en todas sus convicciones capitalistas. Para ello debemos mirar atrás, los últimos setenta, cuando Eduard Heath sufrió dos huelgas mineras mortales en su última legislatura. Una de ellas le puso a Thatcher en bandeja de plata el liderazgo del partido.
Desagradecida como nadie identificó el poder apabullante y nacional de los sindicatos agrupados en el TUC (Trade Union Congress) y más concretamente en el NUM (National Union of Mineworkers). Lo identificó como un enemigo directo de toda la reforma económica, fiscal y organizativa del estado. El poder sindicalista británico gozaba de una fuerza inusitada, los mineros en concreto eran la fuerza sindical más poderosa de Inglaterra. Margaret los consideraba una amenaza directa sobre ese sistema que pretendía imponer.
Debilitar, destruir y dejar la influencia sindical como un animal moribundo fueron desde la primera hora un objetivo claro de la administración Thatcher. Aunque hay posibilidades cuando llega al poder de atacar este sector sindical la Dama de Hierro tiene una cualidad exquisita y elegante: sabe esperar. Debemos tener en cuenta que la subida a la parte más alta del partido tory por Thatcher se caracteriza por una marcada “falta de lealtades” entre sus compañeros. Es en esta etapa donde se vislumbran las primeras actuaciones destinadas a dificultar el ejercicio de huelga. Si bien pone al frente de los consejos energéticos a funcionarios “moderados” que no son tan fanáticos del nuevo sistema thatcherista.
1981 es el año del cambio radical, la bestia se cierne sobre la presa y a modo de débil ronroneo los conservadores presentan el que será conocido como el presupuesto más impopular de la historia. Lo que algunos llaman el “sadomonetarismo” produce una caída de los tories en los sondeos. Aparentemente parece que todo el pescado está vendido y las elecciones inminentes acabaran con la administración Thatcher. Galtieri invade Las Malvinas, y Margaret se lanza en una campaña bélica con tintes patrióticos (sumamente hondos) a la reconquista de las islas.
La larga crisis económica y la pérdida progresiva de identidad del antiguo Imperio Británico tienen un efecto reforzador en las elecciones. De esa manera, la guerra en las Facklands y leves mejoras económicas hacen que el año 1984 sea el año del auge del segundo mandato. Es en este instante cuando Margaret Thatcher toma las riendas para llevarse por delante el poder sindical británico.
En un primer lugar coloca a Ian McGregor al frente del Consejo Nacional del Carbón. Este funcionario sería lo que podríamos considerar un “duro” puesto que la lealtad al partido le puede y no le tiembla la mano a la hora de tomar decisiones.
La segunda medida trata de prever lo que vendrá: aprovisiona las centrales de carbón para meses, para que en caso de huelga la falta de carbón no afecte a ningún sector de la energía en una economía todavía demasiado inestable. Empiezan así los cierres de minas y la espera a la respuesta sindical.
La mina de CORTONWOOD era una más de las muchas diseminadas por las islas británicas, estaba en Bramptom, al norte de Inglaterra. La escena tiene todo lo mítico de lo trasmitido por la filmografía del tema: la región era en su mayoría una zona de pequeños locales adosados de propiedad municipal. La población era trabajadora y prácticamente la economía de la zona dependía del carbón. Sin embargo, en los últimos tiempos y debido a la tecnología la plantilla minera se había reducido a 850 hombres.
Es en los últimos días de febrero de 1984 cuando George Hayes, director de la Empresa Nacional del Carbón para South Yorkshire comunica el cierre de la mina en cinco semanas (los cierres se deben notificar con cinco años de adelanto). Hayes comunica que CORTONWOOD presenta pérdidas de 12 millones de libras en dos años. El 1 de marzo de 1984 los mineros de la pequeña explotación norteña deciden ir a la huelga. Los mineros piden el apoyo del resto de Yorkshire y en seis días consiguen el apoyo del resto de esta región además del de Escocia, Gales del Sur, Kent, Durham y Northumberland.
En este punto debemos conocer a Arthur Scargill, el presidente del NUM (National Union Mineworkers). Scargill es el contrapeso ideológico de Thatcher. Ambos parten de recintos mentales antológicos. Es Scargill quien dice que: “estamos en una guerra de clases y no jugando al cricket”. El sindicalista supone que esta nueva ofensiva entre gobierno y sindicatos se traducirá en el éxito propio de otras épocas como 1972 ó 1974.
Ahora hay varias diferencias:
- El país tiene más de tres millones de parados y la distancia entre la sociedad y los mineros se traduce en una falta de solidaridad. No es una cuestión de amor a Thatcher, pero la coyuntura no ayuda para apoyar un sector que presenta pérdidas y pertenece al estado. También las arengas del gobierno contra los sindicalistas politizan más el estado mental de la nación.
- En otras huelgas el apoyo entre los sindicatos ha sido absoluto. El llamado TUC (Trade Union Congress) donde se aúnan todos los sectores sindicales no apoya a los mineros de manera contundente. Solo algunos sectores se vinculan a la ofensiva y Norman Willis tiene desde el primer momento una actitud conciliadora con el gobierno. Tanto es así, que durante un mitin en Gales los mineros revientan un discurso de Willis al grito de “esquirol”.
- La tercera condición es un colchón thatcheriano introducido en las Leyes Laborales aprobadas entre 1980 y 1984, según estas ninguna huelga se considera oficial a menos que se hayan realizado una votación a escala nacional entre todos los afiliados al sindicato. De tal manera, Thatcher demostraba que en la guerra declarada entre “las dos clases” era ella quien tenía la posibilidad de ganar, de todas maneras tenía detrás a todo el aparato del estado, y no le temblaba la mano para utilizarlo.
Durante meses la huelga remueve el sector. Las cifras hoy, treinta años después no son claras, pero en bastantes casos elevan el número de piquetes más allá de los 140.000 hombres en los momentos más duros de las negociaciones. La inflexibilidad de la administración se convierte con el paso del tiempo en una de las figuras clave de las movilizaciones. Ni un paso atrás, ni una renuncia.
El clima adquiere tintes muy violentos contra los mineros, pero también contra los esquiroles. Sin embargo, no deja de salir de ojo la represión y dureza que imprime la policía en las protestas. El 18 de junio de 1984 más de cinco mil mineros (todas las cifras cambian entre el NUM, BBC o The Guardian, sin entrar entre periódicos internacionales) se presentan en Orgreave. El traslado de treinta y cinco camiones cargados congrega en el pequeño pueblo a tantos policías como mineros.
La Iron Hand con la que actúa la policía hace que este frustrante día de verano pase al imaginario colectivo como el día de la Batalla de Orgreave. Tres oleadas con el fin de dispersar las movilizaciones sindicales, tres cargas en las que policía montada, policía antidisturbios y demás cuerpos allí congregados fueron capaces de apalear a mineros desarmados. Muchos detenidos, muchos heridos (tanto mineros como policías) y sobre todo un sabor ácido: “Margaret tiene a todo el aparato del estado detrás, y no tendrá reparos en utilizarlo”.
Así fue cuando tras largos meses de movilizaciones la diatriba se saldó con muy pocas garantías para el futuro de la minería inglesa. Algunos cifran en 5.000 millones de libras el coste de la guerra de Maggie y Arthur, sin embargo no hizo el suficiente daño para paralizar ningún sector. El cierre de minas fue sistemático a partir de ahí, y por ende el poder de las Trade Unions absolutamente diezmado. Treinta años después el próximo 1 de marzo, treinta años de herida en muchos aún hoy.
Video de la mujer de Scargill diciendo que Thatcher es el diablo