Hace menos de una semana un estudiante de Economía de la Universidad de Riad me preguntó qué era la izquierda y qué era la derecha en un sistema democrático. En un primer momento la pregunta parece fácil si colocas dos extremismos en cada lado de la línea y luego te dispones a ir desgranando de fuera hacia adentro suponiendo en el centro la democracia como tal.
Digo parece fácil porque poco a poco vas adentrándote en lo estúpido y confuso de tu explicación y te das cuenta de que cuando el estudiante te pregunta acerca de las aplicaciones prácticas de las diferencias políticas las líneas se desdibujan. Los objetivos y los fines de cada partido son meramente trazos en carboncillo. Quizá porque mi imaginario político actual de cara a la situación española es pesimista, quizá y muy probablemente. Al margen de la grave corrupción. Al margen del retroceso en muchos aspectos. Al margen de la crisis económica y de la herida sangrante que cada día empuja a tanta gente a malvivir, malcomer, maldormir. Al margen de todos estos aspectos tan profundos, sonoros e inhóspitos sufrimos una crisis de un calado más profundo.
Nuestra democracia envejece, pierde la memoria mientras se convierte en una de esas relaciones desgastadas. Una de esas relaciones que parecen de amor pero son de necesidad. Un amor interesado por todas las partes. Pero no debemos desmerecer la dignidad de otras épocas, el patriotismo férreo de cada uno de los que dijeron NO al anquilosado régimen franquista. No debemos olvidar a los viejos hombres y mujeres que luchaban hacia fuera, para fuera, para ellos y lo que es más importante: para nosotros.
La patria es el lugar de las mujeres y los hombres libres: quienes tienen la obligación de defenderla. Debemos desterrar los malos usos, los excluyentes, los racistas, los xenófobos. La razón más grande de la patria como concepto es la libertad, LIBERTAD, en mayúsculas.
Los que son libres, o tratan de serlo apoyan el diálogo. No el diálogo taimado, las buenas palabras y los discursos de agradecimiento, no. El diálogo, la conversación, el acercamiento si es posible, la discusión de los extremos, la libertad se crea así: palabra a palabra con tu enemigo, cigarro a cigarro, grito a grito si es necesario, pero de tú a tú, de hermano a hermano. A tu hermano lo matarías mil veces, pero siempre con la seguridad de que no morirá ni sufrirá daño alguno.
Los que son libres, o tratan de serlo mienten. Se mienten a sí mismos, mienten a los demás, traicionan, se entregan en cuerpo y alma, entregan su nombre, su pasado, su presente, su futuro. Esos eran los que dirigían este país, los que renunciaban a sus propias convicciones por ese bien común del que tan bien habían hablado: democracia. Esos eran los representantes, los que en Transición ponían el mundo por montera con apenas unas nociones de quiénes eran, y qué debían ser.
La historia a menudo es despiadada con los héroes. A veces, los héroes se dejan ver por pequeños guiños nada más: quedarse de pie mientras un nostálgico de la infamia pega tiros en la casa suprema de la palabra del pueblo. Quien cierra los ojos y reposa su cabeza durante un segundo nada más, agradecido, esperanzado, ilusionado con el cambio. Los héroes son así, Clark Kent no sería Superman si se creyera mejor que el neoyorquino de a pie. Los héroes son personas por lo general bastante decentes, dignos de su poder, en un mundo lógico los héroes serían quienes nos gobiernan. Es un bálsamo pensar que así lo es a veces.
La decencia hoy se consume, se escapa entre los dedos.
Adolfo Suárez era un hombre decente, quizá él no lo pueda recordar mientras se apaga, pero su trabajo queda en cada rincón de este país, por comprender el bien común como el bien supremo.
sofia
La última frase es preciosa… de las que a uno le gustaría que dijesen de él cuando se ha muerto